Mudanza.

Peregrino con calma y precisión cada detalle de nuestras memorias táctiles, sentada al borde de la única cosa que no fue testigo de tu presencia en esta casa: un sillón. Este objeto que no te conoce, pero ha escuchado de ti, me ha visto limpiarme las lágrimas un par de veces y ha sentido el golpeteo de uno, dos, tres, cuerpos tibios que no han sido el tuyo. 


Me ha visto emigrar de habitación en habitación en busca de refugio, volviendo a juntar los colchones con esperanza, separando de nuevo las sábanas con nostalgia, moviendo asustada los muebles de lugar para sentir que algo cambia, encerrarme en el cuarto más pequeño y oscuro con mis pertenencias queriendo dejarte a ti del otro lado de la puerta, uniendo con temor tus silencios y las voces en mi cabeza, dividiendo el recuerdo en moronas tan pequeñitas hasta el punto en que no me sea posible unirlas en orden, que no me sea posible mirarlas más que como una bola apelmazada de mimos y ausencias, en la que ya no puedo distinguir por cuál tenía preferencia.


Nueve meses en ecdisis, desprendiéndome al inicio de tus atavíos y llegando dolorosamente a las capas de piel que contenían tu estampa. Nueve meses gestándome, nueve meses alimentándome de lenguas nuevas, de manos que llevan un código distinto pero confortable.


Cómo puede nombrarse a una estructura de sólidas paredes blancas "hogar" y al día siguiente casa, museo, galera, hoguera, fuego, emergencia, estallido, quemadura, grito, ceniza, silencio...
Silencio.


Porque la casa de golpe se puso en pausa. Los muros afónicos no rebotaban más las carcajadas, ni los gemidos, nadie veía televisión de noche, ni se encendían las luces durante el día, se detuvo el baile en la cocina y los vecinos vigilaban tras las cortinas mis llegadas diarias. Es posible que ellos guarden una bitácora mejor ilustrada de lo que ocurría en aquellos días mientras yo tenía encendido el automático.


No pretendía que después de nuestro acto te fueras convertido en un extraño. No lo quería, y sin embargo lo decidiste. Me dejaste en un museo de muebles, ropa, electrodomésticos y un par de recuerdos tuyos que pertenecían a un pasado en el que aún no me llamabas amor. Y la verdad es que ya te habías marchado mucho antes ¿no es cierto? Las maletas, los abrazos y el llanto en el aeropuerto con la promesa de encontrarnos en otro momento, fueron sólo parte de la despedida. Lo entendí cuando descubrí los obsequios, notas y cartas que te había hecho en ese tiempo, en una caja entre lo que no quisiste llevarte. Porque incluso eso me dejaste... la responsabilidad de pensar qué hacer con todo lo que te di. 


Cuando me preguntaban por ti solía decir que te solté, pero es que en realidad creo que nunca te sostuve. Te amaba, sí, pero no te sujetaba con fuerza como algo que te da miedo perder.


Nos mentíamos

dulcemente,     ferozmente,     violentamente,     amorosamente; 

al punto que nuestros cuerpos jamás lo sospecharon, y así danzábamos desnudos refugiando nuestra vulnerabilidad.


Nueve meses después, hago mudanza dentro de mi propia casa, a la que aún no llamo hogar, pero a la que ya le he quitado el plural.

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